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COMER BIEN

Calamares fritos: sabrosa vuelta a la infancia

Los críos, ya se sabe, tienen fama de caprichosos en la mesa, y seguramente se trata de una fama justificada; pero lo que nadie puede dudar es que lo que les gusta, reconozcámoslo, está muy rico. Serán caprichosos, difíciles y lo que se quiera, pero no tienen un pelo de tontos.

Los críos, ya se sabe, tienen fama de caprichosos en la mesa, y seguramente se trata de una fama justificada; pero lo que nadie puede dudar es que lo que les gusta, reconozcámoslo, está muy rico. Serán caprichosos, difíciles y lo que se quiera, pero no tienen un pelo de tontos.

Así sucede que hay platos cuya sola mención, y no digamos su contemplación o su degustación, nos abren la fuente de recuerdos de la infancia. Pueden ser unos macarrones con chorizo, o una pechuga Villeroy –pomposo nombre para sencillísimo plato–... o, cómo no, unos calamares fritos. ¿A quién no le gustan los calamares fritos? ¿Quién no tiene un recuerdo gozoso de cuando, siendo niño, iba un domingo a tomar el vermú –él no, claro– con sus padres y éstos pedían una ración de calamares fritos? ¿Cuántos bocatas de calamares habremos consumido en nuestra adolescencia?

Porque los calamares fritos son, como los callos o el cordero asado, cosas que se comen mucho más fuera de casa que en la mesa familiar. Para mí, tan lejos ya de mis años infantiles, siguen siendo una imagen de alegría, de placer más allá de lo meramente gastronómico. La verdad es que me siguen gustando mucho... como a casi todo el mundo. A la hora de un aperitivo, la ración de calamares fritos me sigue pareciendo una cumbre de la gastronomía del tapeo.

Es curioso, pero los autores clásicos de recetarios ni mencionan los calamares fritos. No lo hace Ángel Muro en El Practicón, aunque sí en su Diccionario de Cocina de 1892. Doña Emilia Pardo Bazán tampoco se ocupa de ellos. Tampoco la Marquesa de Parabere los contempla en La Cocina Completa. Ni siquiera ese magnífico recetario para los años del hambre que es el Manual de Cocina de la Sección Femenina. Sí que da una receta, muy sui generis, Picadillo, que se limita a cortarlos en tiras, salarlos y freírlos tal cual, sin "camisa" de ningún tipo. Naturalmente, los calamares fritos, y en dos versiones –"envueltos" y "sencillos"– vienen en el 1.080 recetas de cocina, de Simone Ortega.

Ocurre que cada maestrillo tiene su librillo, en esto también. Hay quienes sumergen los calamares, cortados en anillas o en tiras, en una pasta de freír hecha con harina, agua y huevo, obteniendo generalmente un producto algo abuñolado. Una variante sería rebozarlos en una pasta de tempura, más aérea. Luego están quienes usan harina, huevo y pan rallado, los que prescinden de éste y, por fin, los que sencillamente los pasan por harina.

Me gustan de todas formas, pero quizá sea la última, la más sencilla, la que me convenza más. Es importante usar un buen género; calamares, por supuesto... aunque sea muy habitual utilizar ese sucedáneo llamado volador, pota o choupa. El calamar es un animalito que tiene en su familia muy distintos parientes e imitadores. Normalmente, lo que usamos para hacer anillas o tiras es el cuerpo, desechando los tentáculos. Estos tentáculos, enharinados levemente y fritos hasta lo crujiente, son un bocado delicioso.

En mi ciudad natal hay un popular kiosco donde se bordaba esta fritura. El responsable de la cocina disponía un recipiente amplio con harina, e iba echando cada vez un generoso puñado de tiras de calamar, ya con la sal necesaria, que removía en la harina hasta que quedaban bien enharinadas. Luego las pasaba a un tamiz, sobre el que las agitaba para, por un lado, eliminar el exceso de harina y, por otra, lograr que las tiras quedasen bien sueltas y separadas. De ahí, sin más añadidos, a la sartén o la freidora, con aceite bien caliente. Cuando juzgaba que ya estaban, los iba sacando con espumadera, escurriéndolos bien, y los depositaba sobre papel absorbente para evitar que saliesen aceitosos. De ahí, a la bandejita de la ración. Con cuartos de limón al lado, por si el cliente era partidario. Una delicia. Ni que decir tiene que la gran popularidad del kiosco se debía, en una grandísima parte, a los calamares fritos.

El punto es importante: un calamar duro es incomible, uno blanducho hasta resulta desagradable. Hay que tener práctica. En cuanto al limón, yo suelo rociar con su zumo parte de mis calamares –así, de paso, les bajo la temperatura–, dejando el resto tal cual. Hay partidarios incondicionales, y enemigos –los puristas– no menos enconados. Es cosa de cada uno, y no valen reglas.

Para adultos, los calamares suelen ser acompañados por una caña –o dos– de cerveza bien fría y bien tirada. Un blanco joven y fresco también queda estupendo. Bebidas aparte, pedir, en una terraza, una ración de calamares fritos a la hora del aperitivo pausado es como abrir una ventana al pasado y recordar aquel tiempo feliz. Por eso, seguramente, pedimos esa ración con la ilusión de un niño... que, no nos engañemos, es ni más ni menos que lo que somos delante de una de calamares, cuando la boca empieza a hacerse agua, los jugos gástricos a revolucionarse y estamos decididos a disfrutar; pues, qué quieren que les diga: como críos.

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