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LECTURAS DE AGOSTO

Doña Emilia Pardo Bazán I: Los pazos de Ulloa y La madre naturaleza

El 28 de de octubre de 1897, doña Emilia escribe a su gran amigo José Lázaro Galdiano poniéndole al corriente de lo que ella llama un “incidente literario”. Se refiere a un artículo publicado por Clarín titulado Feminismo y a la promesa de otro, y trata de un contencioso de Clarín con cierto periodista gallego, Jesús Muruais, que le había puesto verde. Para Doña Emilia está claro que Clarín relaciona a Muruais con ella, a pesar de que hace más de trece años que ni se ven ni se escriben.

Pero como Clarín padece “pardobazanfobia”, ella está convencida de que Clarín, en realidad, la hace responsable de la inquina de Muruais. Doña Emilia mantiene muy informado a Lázaro sobre este asunto y le comenta en cierta ocasión: “¡Si viera V. Con qué júbilo ha acogido la gente los bofetones a Clarín! El día en que ese hombre se muera, fiesta nacional.” Creo que este episodio retrata fielmente el gran polemista que fue esta escritora gallega, uno de los mejores de la Restauración, y lo pongo en masculino para no inducir a error. Esa pardobazanfobia a la que alude no es más que la constatación de un hecho que a ella ya le resultaba familiar; la inquina de tantos literatos de los que ella fue amiga, o quiso serlo, pero que acabaron siendo sus mayores rivales. A Clarín habría que añadir Pereda, Palacio Valdés, Blasco Ibáñez (con quien tuvo un affaire amoroso), Murguía, el marido de Rosalía de Castro, que no le perdonó el discurso que doña Emilia pronunció en honor de su esposa en el que él quedaba muy deslucido, e incluso algunos a lo que ella consideraba grandes amigos, pero que en cuanto ella destacaba en algo, la ponían a caldo, como puede leerse en la correspondencia cruzada entre Menéndez Pelayo y Juan Varela. No importa, ella sola arremetía contra individuos e instituciones y sin enfrentarse a la sociedad, supo hacerla frente con éxito, como lo prueba el hecho de que estuviera separada de su marido y llevara una intensa vida amorosa sin causar demasiado escándalo. En cambio, entre sus mejores amigos (y amantes) figuran Benito Pérez Galdós y el citado Lázaro Galdiano, que fueron, ambos, los mejores admiradores y defensores de la arriscada condesa. Lo que criticaban Menéndez Pelayo y sus envidiosos compañeros era principalmente su capacidad intelectual, que ellos intentaban minimizar desdeñosamente atribuyéndola a “la naturaleza receptiva de la mujer”. Pero lo cierto es que ella fue la primera en divulgar entre sus contemporáneos las ideas del momento, como el darwinismo o el krausismo; si a eso añadimos su feminismo casi militante comprenderemos la inquina de esos viejos cascarrabias cuyo mayor argumento contra la incorporación de las mujeres a la Academia consistía en que ya no podrían despatarrarse en los salones de la docta institución. También destacó en el conocimiento y difusión de la literatura francesa, tanto en su polémico libro “La cuestión palpitante”, como en los tres tomazos sobre literatura francesa (El Naturalismo, El Romanticismo, La poesía lírica francesa). Asimismo, fue la primera que dio a conocer a los grandes novelistas rusos del XIX (“La revolución y la novela en Rusia”), Tolstoi, Dostoievski, Turguéniev, Gógol y demás. Todo esto para constatar que el escándalo no lo produjo con su vida, sino con su obra. Por ejemplo, La cuestión palpitante acabó con su matrimonio pues su marido (con quien se casó siendo ambos jovencísimos) la puso en la alternativa de decidir entre él o su obra. En este libro la joven escritora teorizaba sobre el naturalismo en literatura y, por primera vez, hablaba de un naturalismo a la española, del que ella, y otros autores a quienes no les gustó nada tal inclusión, serían los principales exponentes (dejo para otra ocasión lo que hay de cierto en ese su “naturalismo católico” del que tanto se ha hablado). Lo cierto es que ella lo puso en práctica en su obra, concretamente en las dos más conocidas y traducidas en el mundo entero: Los pazos de Ulloa y La madre naturaleza.
 
En ellas, doña Emilia configura su mundo propio, del que sacará mucho material posterior, pero en donde convergen también creaciones anteriores, como El cisne de Vilamorta o Bucólica, y que se podrá rastrear en otras novelas mayores de esa primera “manera” (Insolación o Morriña y otras). Muchos de los personajes que aquí nacen aparecen en todas ellas. En esa primera manera, por así decirlo, naturalista, hay ciertos rasgos que desaparecerán en la segunda, que algunos críticos califican de “espiritual” o idealista, pero que no es más que la culminación de la maestría narrativa de la autora (La quimera, La sirena, Dulce dueño). Dichos rasgos son de tipo moral, como el antisemitismo o la falta de compasión hacia los más débiles, que algunos críticos como Darío Villanueva llaman “despego aristocrático de lo social”, mientras que se mantienen la sensualidad de las descripciones sobre la belleza de hombres y mujeres. Otro de los logros es la excelente descripción de las tres clases de nobleza rural gallega: la clasista (configurada en Ramón Limioso, feo, católico y sentimental), la institucional (los notarios y los curas) y la feudal (un marqués de Ulloa, caracterizado como bestial e ignorante). En este sentido, Darío Villanueva compara a doña Emilia con Henry James y no anda muy descaminado. Ambos admiran a Zola y al naturalismo, ambos lo superan en sus respectivos niveles, sin que a él por cierto le tache nadie de hacer una “naturalismo protestante”, como se tachó a doña Emilia –e incluso al propio Zola– de hacer un “naturalismo católico”. Pero el gran logro estético de Emilia Pardo Bazán, que se hace especialmente patente en estas dos novelas, es la descripción del paisaje gallego, con un conocimiento de la botánica y de las costumbres rurales muy superior al de sus contemporáneos, lo que hay que atribuir a su peculiar biografía. Aquí hay que hacer una salvedad en lo que se refiere al paisaje de Castilla. Doña Emilia es la madre de muchas cosas, y de ella parten, o se consolidan, muchos de los tópicos sobre Castilla y los castellanos, referidos unos al paisaje (el páramo, el desierto, etc.) y otros al idioma. En un momento dado dos personajes están hablando de la “saudade” o “morriña” y aluden a que en catalán eso se dice “anyoranza”, pero que en castellano no hay término para expresar ese sentimiento. No claro, sólo existe “añoranza”… Pero hay que atribuirlo a la mentalidad de la época, como ella atribuye a la madre naturaleza el drama que se desarrolla en estas dos novelas. El incesto que se lleva a cabo en la segunda parte y que acaba definitivamente con la casa de Ulloa, no es tan sólo debido al secretismo del parentesco entre los protagonistas –hermanos sin saberlo, aunque la autora tiene el atrevimiento de que el joven se entere antes de cometerlo- sino, sobre todo, al efecto deletéreo, y a la par estimulante, de “la madre naturaleza” que como dice Gabriel Pardo de la Lage (personaje ilustrado y liberal que doña Emilia sacará en otras novelas, como hacía también Galdós con los suyos, configurando así su propio universo literario), más bien deberían llamarla madrastra.
 
Lo del paisaje, tiene una larga tradición noventayochista, en la que hay que incluir, por supuesto, a la Pardo Bazán. Con su desconocimiento del paisaje castellano, al que convirtieron en una paramera, estos grandes escritores “regionales” echaron las bases de una leyenda negra que prevalece todavía. Sin duda, las carreteras de la época sólo atravesaban el páramo. En las tierras altas de la meseta a nadie se le ocurría abrir vías principales en la sima de los barrancos, que es donde se aloja el tesoro arbóreo de las tierras castellanas, verdaderos bosques donde hay especies insospechadas como abedules, alisos, amén de los consabidos álamos de ribera, sauces y saúcos. Si ahora, que estamos asistiendo a la desertización de España, nos sorprende la frondosidad de esos lugares, ¡qué no sería en la época!... si algún escritor de talento se hubiera encargado de transmitirlo. Tras los pueblos más desarrapados se esconde, como en un estuche, un tesoro botánico que sin duda esos viajeros de otras regiones más verdes, por muy curiosos que fueran, no se ocuparon de estudiar, a pesar de que los botánicos lo habían hecho por su cuenta y lo habían detallado. Pero faltaba el gran novelista de la tierra que lo descubriera, sin duda.
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