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EL CASO DEL ÁNTRAX

Genios dementes

Un personaje de antología en la literatura y el cine es el mad scientist, el científico chalado que aplica su ingenio a la tecnología para salirse con la suya. El mad scientist puede ser un villano, un tarambana o un loquillo benigno y simpático perfectamente capaz de explicar la teoría de la relatividad en minutos, pero incapaz de amarrarse los cordones de los zapatos. Si hemos de creer al FBI, el hombre que puso en jaque al país con los ataques de carbunco o ántrax por correspondencia en 2001 era un prototipo de este tipo de geniecillo entre lo diabólico y lo bufonesco.

Un personaje de antología en la literatura y el cine es el mad scientist, el científico chalado que aplica su ingenio a la tecnología para salirse con la suya. El mad scientist puede ser un villano, un tarambana o un loquillo benigno y simpático perfectamente capaz de explicar la teoría de la relatividad en minutos, pero incapaz de amarrarse los cordones de los zapatos. Si hemos de creer al FBI, el hombre que puso en jaque al país con los ataques de carbunco o ántrax por correspondencia en 2001 era un prototipo de este tipo de geniecillo entre lo diabólico y lo bufonesco.
Símbolo que indica que una sustancia es venenosa

El caso del doctor Bruce Ivins va camino de convertirse en uno de esos enigmas de la historia de Estados Unidos que no se resuelven del todo y que por lo mismo se adueñan de la imaginación popular, dejando una estela de dudas y suspicacias que sólo aumentan con el tiempo. En esto acabará pareciéndose a los asesinatos de Abraham Lincoln, John F. Kennedy y Martin Luther King, a menos, claro está, que los investigadores lleguen de manera providencial al meollo de sus supuestos crímenes, lo que por el momento parece improbable. Esto refuerza mi convicción de que una clave de la estabilidad política de Estados Unidos estriba en la disposición de los norteamericanos a dejar en el misterio ciertos episodios traumáticos de la historia nacional.

La versión oficial dice que Bruce Ivins era un antiguo niño genio de Iowa que se graduó con honores en  microbiología en la Universidad de Cincinnati y se convirtió en investigador del Instituto de Enfermedades Infecciosas del ejército en Maryland. Agrega que, luego de años de buscar antídotos para el cólera, se dedicó a desarrollar una vacuna contra el ántrax. Sin embargo, esa vacuna tenía efectos secundarios que provocaron el rechazo de muchos soldados y la eventual decisión del Estado de congelar los fondos para su producción. El FBI sostiene que esto despertó la latente paranoia de Ivins, quien era un caso clínico desde el 2000, y lo llevó al extremo de enviar cartas con ántrax a senadores con el objetivo de demostrar la imperiosa necesidad de la vacuna. Cinco personas murieron, 11 sufrieron lesiones.

Lamentablemente, la historia oficial tiene fisuras que alimentarán el escepticismo popular, empezando por el de colegas de Ivins en el Instituto de Enfermedades Infecciosas. Estos recuerdan que Ivins ayudó al FBI a investigar los atentados con ántrax antes de que lo consideraran sospechoso. También exigen que se revele el método científico mediante el cual los federales vincularon el ántrax con que trabajaba Ivins con el que se utilizó en los ataques. Y sus vecinos sólo recuerdan a un viejo afable y padre de dos hijos adoptivos que organizaba torneos de béisbol para niños, les ayudaba a cortar el césped y les deleitaba con chistes y música, pues también era un pianista consumado.

En vista de que las preguntas siguen siendo más numerosas que las respuestas, el Gobierno tiene la obligación de mantener abierta la investigación y explicar las dudas razonables que rodean al caso. También debería admitir su responsabilidad por la tragedia que han sufrido las víctimas y sus familiares y darles una justa compensación. Después de todo, si creemos al FBI, Ivins manejaba uno de los arsenales biológicos más letales del mundo a pesar de que recibía tratamiento para la paranoia esquizofrénica y la depresión. Esto delata una negligencia potencialmente catastrófica que en principio podría repetirse en cualquiera de los 1.400 centros biológicos del país que emplean a 14.000 científicos. La única forma de evitarlo sería cerciorarse, mediante pruebas rigurosas, de que entre ellos no acechan otros geniecillos atrabiliarios.

Daniel Morcate es periodista cubano.

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