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VUESTRO SEXO, HIJOS MÍOS

La constante de superioridad masculina

Queridos copulantes: Ernestín era un niño estomagante, pero muy varonil, que manejaba con destreza el tirachinas y cada vez que se cargaba un pájaro se daba puñetazos en el pecho y vociferaba: "¡Aquí hay un macho, aquí hay un macho!"


	Queridos copulantes: Ernestín era un niño estomagante, pero muy varonil, que manejaba con destreza el tirachinas y cada vez que se cargaba un pájaro se daba puñetazos en el pecho y vociferaba: "¡Aquí hay un macho, aquí hay un macho!"

A veces le surgía un diablo genial que llevaba dentro, como cuando fabricó una sillita eléctrica para ejecutar ciervos volantes. Ernestín me debe una pequeña parte de su virilidad porque, como había llegado a la provecta edad de nueve años sin saber silbar –arte en el que, modestamente, me considero una virtuosa– yo le enseñé, estando los dos en lo alto de un manzano ya que, por ser niña, tenía que silbar en la clandestinidad.

Ernestín me lo pagó echando pie a tierra e iniciando una danza india al grito de "te he visto las bragas, las tienes meadas". Las niñas en mi pueblo no usaban pantalones. Después de esquivar un montón de manzanazos y con un nutrido grupo de pilletes solazándose bajo el árbol, su vozarrón insistía: "Meadas y rosas". Los adultos apreciaban las proezas de Ernestín, le daban una moneda por cada pájaro muerto –así estaban las cosas– y le reían las gracias. Me ha costado entender por qué todo lo que hacían los Ernestines del mundo era loable y lo que hacía yo no. Ahora ya lo sé. Eran machos.

El etólogo alemán Vitus B. Dröscher escribe: "Los machos auténticos, apenas llegaron al mundo como individuos independientes, supieron perfectamente cómo convertirse en amos, utilizando su mayor fuerza, mostrándose más agresivos y adoptando la actitud del señor... ésta era su única posibilidad de ascender a una posición elevada a partir de su función vital como cónyuges. En los casos en que no han logrado ascender a este nivel, su destino de simples fecundadores ha sido muy triste".

Cierto. Los machos de la mayoría de las especies se han abierto paso a codazos y ocupan más sitio del que realmente les correspondería por su utilidad. Por poner un ejemplo, el elefante macho adulto vive en solitario –salvo las escasas cópulas que realiza– consume grandes cantidades de comida y crece hasta el último día de su vida, sin emplear un sólo minuto de su tiempo y sus recursos en ayudar a las hembras y a las crías, que se mantienen alejadas de él por su peligrosidad. Pues anda que los leones... Los machos de ciertas especies de insectos y arácnidos que, después de la boda, sirven de alimento a su consorte, tienen, al menos, una humilde, pero útil, misión: se entregan a sí mismos como dote a sus herederos pasando por el estómago de la madre.

Y dice Dröscher: "Un macho escaparía de su insignificancia vital conquistando, por la agresividad, un hueco en la especie, o explotando su papel como cónyuge y padre". ¿Qué porcentaje de cada una de estas dos alternativas utilizan los hombres para abrirse paso y disfrutar su privilegiado puesto? Antes de ser humanos, nuestros machos ya se habían hecho fuertes y no precisamente por su utilidad como padres y cónyuges. El gran dimorfismo sexual de nuestros ancestros no admite duda. Y ahí está el macho orangután, que pasa el noventa por ciento de su vida en soledad y no presta la menor ayuda a la hembra y a las crías. Y el chimpancé bonobo (a ver si sale bonobo y no bonobús, como ya sucedió) hay que neutralizarlo con sexo porque se pone borde.

León copulandoPero estas especies no son monógamas y, en cambio, la nuestra, si no lo es, se comporta como tal y, cuando una especie necesita un macho para cada hembra, el precio de los machos se eleva. O sea, que la monogamia y la colaboración en la crianza sumarían un par de tantos para redimir a los machos. A menudo se aduce la defensa de las hembras y crías como un destino biológico importante asignado a los machos. Nada más lejos de la realidad. Ellos se encargan de crear conflictos más que de resolverlos.

En nuestra especie, dado que no puede aislarse objetivamente ninguna característica biológica específica como argumento que justifique la superioridad masculina –si acaso, justificaría la igualdad– a los hombres no les queda más remedio que hacer trampas. Y las hacen bien gordas. En todas las culturas es fácil detectar variables susceptibles de elevar el precio de los hombres por encima de su auténtico valor biológico y, por supuesto, por encima del de las mujeres.

Para explicar la alta cotización de los hombres se ha echado mano de un concepto nuevo. Se trata de un fenómeno universal que se llama la constante de superioridad masculina, que corrige al alza el valor objetivo del macho humano. Consiste en un modelo que actúa mediante restricciones de naturaleza cultural o social, capaces de condicionar las actitudes de hombres y mujeres y también de predeterminar, en buena medida, sus comportamientos.

Mucho antes de que se hablara de la constante de superioridad masculina, Margaret Mead ya había explicado por qué todas las sociedades pretenden conservar el estatus del conjunto de los hombres por encima del de las mujeres, y la forma en que lo consiguen. Ella creía que el problema permanente de la civilización consiste en definir satisfactoriamente el papel del macho de forma que pueda, en el curso de su vida, alcanzar un irreversible y sólido sentimiento de éxito que pueda parecerse al éxito, naturalmente fácil, que obtiene la mujer con la maternidad. En su libro Masculino y Femenino la antropóloga lo expresa así: "En todas las sociedades humanas conocidas, es posible percibir la necesidad del macho de conseguir el triunfo. Los hombres pueden cocinar, tejer, vestir muñecas, o cazar el ave del paraíso; si tales actividades les son reservadas a ellos, entonces la sociedad entera, lo mismo los hombres que las mujeres, las consideran importantes. Cuando las mismas ocupaciones son realizadas por mujeres, son consideradas menos importantes".

Evelyne Sullerot describe también el fenómeno de la constante de superioridad masculina en la línea de Margaret Mead: "Hasta ahora se ha observado que, cualesquiera que fuesen las funciones cumplidas por las mujeres, cualquiera que fuese la importancia esencial que tuviesen para la especie y la sociedad en que vivían, las sociedades las miraron, no como despreciables, pero sí como secundarias en comparación con las funciones cumplidas por los hombres... sin duda porque estas sociedades están totalmente impregnadas todavía de las concepciones de la superioridad masculina heredadas de la sociedad tradicional". Pero Sullerot añade algo muy interesante: "¿Y no se deberá también a la imposibilidad relativa en que se encuentran las mujeres de explotar sus propios roles en términos de poder, como hacen los hombres?.. Desde luego las mujeres podrían negociar mejor los roles cuya exclusividad abandonan para compartirlos con los hombres y aquellos otros cuya exclusividad les resta... pero, para tomar ese camino necesitarían obedecer a un modelo masculino de conquista por la agresividad. Y perder, en consecuencia, su especificidad".

Yo hubiera perdido mi especificidad si le hubiera rebanado las pelotas a Ernestín.

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