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VIOLENCIA

Monstruos infantiles

He descubierto releyendo algunos informes del Ministerio de Educación que mis hijos tienen un 27% de probabilidades de ser víctimas de algún episodio de violencia en las aulas, bien sea en calidad de agredidos bien de agresores, que ambos dos individuos me parecen víctimas cuando se trata de críos en edad escolar.

He descubierto releyendo algunos informes del Ministerio de Educación que mis hijos tienen un 27% de probabilidades de ser víctimas de algún episodio de violencia en las aulas, bien sea en calidad de agredidos bien de agresores, que ambos dos individuos me parecen víctimas cuando se trata de críos en edad escolar.

Corrí a comprobar el dato tras presenciar en el autobús la estrepitosa irrupción de un puñado de jovenzuelos alegres a los que inmediatamente puse la cara de mis niños. No hacían nada malo, pero eran feos de narices... con ese desaliño imberbe que a todos nos afecta durante la pubertad. Pensé cuán grande ha de ser el amor paterno para mantenerse indemne al paso de las hormonas. Qué será de mí el día en el que, al llegar a casa, en lugar de esos dos tiernos niños adorables que te abrazan espontáneamente para pegarte en la chaqueta un cuajarón de Cola Cao, me esperen sentados ante la consola un par de adolescentes atacados de acné que reparten por el salón el aroma de sus zapatillas deportivas.

No me preocupó tanto eso, como el dato susodicho sobre la violencia entre los jovenzuelos españoles. Y es que, por más que le doy vueltas al asunto, no logro encontrar la causa final de estos comportamientos, la respuesta a la pregunta que todo padre se hace: ¿Qué demonios estamos haciendo mal?

Trataré de aclarar mi errático discurso con un ejemplo. El padre mantiene con su crío mayor una conversación la mar de reveladora. Como de costumbre, se tumban en el sofá para leer algo y el progenitor elige un cuento ilustrado en el que se explica (con mayor o menor rigor científico) la historia de la humanidad para niños. Se comenta, por ejemplo, cómo vivían los ancestros del hombre, cobijados en cuevas de las que salían para cazar. Utilizaban piedras a medida y esperaban a la entrada de las madrigueras para asestarle un golpe certero a su presa... La imagen que acompañaba el texto mostraba a un homo primitivo preparado para arrearle un cantazo a un despreocupado conejo.

– ¿Y cazaban conejos, papa?
– Sí, entre otros animales.
– ¿Y por qué no mataban sólo animales que fueran malos?

¿Cree usted de verdad, que de tanta inocente ternura puede brotar un candidato a pandillero? ¿Cómo se las arregla la naturaleza para metamorfosear a un amante de los conejitos del mundo en un macarra con el cinturón a la altura del tercio medio del muslo?

Resulta que la nuestra es la única cultura de la historia de la humanidad que ha borrado toda referencia a la violencia en la educación de los niños. Y de ello debemos sentirnos orgullosos. Nos hemos propuesto la digna misión de formar una sociedad donde el recurso a la fuerza sea eliminado definitivamente a través de la socialización. A Pinocho no se le traga la ballena, el lobo nunca muere ahogado en el río con la tripa llena de piedras, en los cuentos no hay malos... sólo señores raros. En mi casa no hay ni una pistola de juguete, ni un puñalito de goma, ni una espada de pirata. Los héroes combaten con varitas mágicas, capas voladoras y animales, nunca con escudos y armas. Está prohibido el cachete. Vamos por el buen camino.

Pero pareciera que, cuanto más evitamos las referencias violentas a nuestros hijos, más las desean ellos. Buscan películas de acción, series de dibujos animados donde la fuerza y la competición priman sobre la concordia. Les damos David el Gnomo y ellos nos devuelven Pokemon. Incluso la inocente peonza se ha convertido hoy en día en un artefacto con forma de arma de la Guerra de las Galaxias con las que los niños compiten a darse mamporros virtuales sobre la arena de un circo de plástico.

Adelantan su exposición a la madurez: Harry Potter habría tenido un rombo y medio si se hubiera emitido en la tele de mi infancia... ahora los críos de seis años la consideran ñoña. Barrio Sésamo estaba diseñada por sus creadores para chavales de 10 años, hoy sólo la ven con agrado los bebés de teta.

El mundo sin violencia que deseamos es un territorio inexplorado. Quizás nuestros genes o nuestra conciencia histórica de homo sapiens no estén acostumbrados a él. Llevamos marcada a fuego la herencia de una especie cuyo primer acto inteligente fue fabricar un hacha de sílex.

Gerard JonesEn su libro Matando monstruos el guionista de televisión estadounidense Gerard Jones elabora una provocadora teoría acerca de el mundo que fabricamos para nuestros hijos. "Los niños necesitan fantasía, super-héroes y violencia imaginaria. Si no la encuentran, terminaran buscándola en la realidad". En contra de lo comúnmente establecido, cierta exposición a la crudeza (con todos los límites que quieran ponerle ustedes) no sólo no provoca conductas agresivas en los infantes, sino que sirve para canalizarlas en el mundo virtual y evitarlas en el real. Todas las generaciones de la historia de la Humanidad han crecido con sus propios monstruos: desde la mitología griega al hombre del saco. Pero nosotros queremos competir contra ello con nuestras febles armas: la buena voluntad, la ternura, los cuentos con final feliz, los relatos de la naturaleza donde la leona voraz no se come al antílope más débil.

Según Jones, la moderada agresividad en los personajes de cómics, en los cuentos o en las series de dibujos animados reafirma la moraleja. Los buenos ganan con esfuerzo, se enfrentan a peligros (incluso ponen en juego su propia vida), han de tomar decisiones morales difíciles, elegir caminos pedregosos para lograr su generoso objetivo. La crudeza de los cuentos de Andersen no es gratuita: detrás de ella hay mensajes ocultos del calibre de "superarse a sí mismo es bueno", "los objetivos sólo se alcanzan con esfuerzo", "a veces es necesario sufrir", "el riesgo tiene sus recompensas", "los monstruos deben ser destruidos", "a veces el conflicto resulta útil".

Detrás de los crecientes casos de violencia juvenil hay demasiada complejidad como para despacharlos con simplezas. Y posiblemente una de las simplezas más extendida sea la de culpar a los medios, al cine, a la televisión, a las series infantiles de banalizar la violencia y engendrar niños monstruosos.

Algo más estaremos haciendo mal cuando nos empeñamos en construir un entorno infantil de David el Gnomo, donde el conflicto queda excluido y los malos no son malos, y la sociedad nos devuelve unos muchachos embravecidos.

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